1.
En EKAI
Center no somos expertos en economía marxista y es muy posible que confundamos
las interpretaciones habituales o simplificadas de esta corriente con lo
realmente planteado por Marx y sus seguidores. Partiendo de este criterio, una
divergencia habitual de nuestro análisis con respecto a la economía marxista
es, precisamente, la de la importancia del trabajo del empresario.
2.
Las versiones
habituales del marxismo tienden a obviar –o minusvalorar- el trabajo del
empresario dentro del análisis de la empresa capitalista. De esta forma, el
marxismo llega a la conclusión de que el trabajo asalariado es el único
aportante de valor en la empresa y, por lo tanto, cualquier beneficio percibido
por el empresario es, en sentido económico, el resultado de una “explotación”,
una detracción de recursos que corresponderían realmente a los asalariados.
3.
El análisis
marxista es correcto al afirmar que el capital en cuanto tal no aporta valor
sino bienes y servicios adquiridos en el mercado a un determinado precio. El valor aportado por la empresa es
exclusivamente la transformación de estos bienes y servicios adquiridos en
otros productos y servicios distintos que la empresa ofrecerá al mercado. Este
es el valor añadido que el mercado reconoce a la hora de adquirir bienes y
servicios a un determinado precio.
4.
Sin embargo,
este valor añadido no corresponde exclusivamente al trabajo asalariado
adquirido por el empresario, sino también al trabajo aportado por el propio
empresario. En el caso de los autónomos, el trabajo del empresario puede
suponer la totalidad del valor añadido de la empresa. A medida que se contratan
trabajadores, lógicamente, disminuye la proporción que el trabajo del
empresario aporta sobre la totalidad del valor añadido.
5.
Esto no
quiere decir que el beneficio percibido por el empresario sea siempre “justo”
porque corresponde a su aportación de trabajo. El empresario no sólo es
aportante de trabajo sino también “propietario” de la empresa. Esto le sitúa en
la posición jurídica para decidir por sí mismo cómo retribuir el trabajo
asalariado y, de esta forma, qué beneficio percibir.
6.
La
contradicción estructural habitual en el capitalismo es, en este sentido, la de
otorgar el poder político no en base a la aportación de trabajo sino de capital,
a la vez que el mercado, en realidad, no reconoce valor añadido alguno a la
aportación de capital.
7.
De esta
forma, mientras la importancia que el trabajo del empresario tiene en el valor
añadido crece a medida que aumenta el número de trabajadores y la complejidad
de su gestión, el capital aportado espera ser retribuido en proporción a su
propia cuantía.
8.
En la dinámica
inicial del capitalismo, los dos factores van habitualmente de la mano. Las
empresas crecen tanto en capital como en complejidad de la gestión y en número
de trabajadores. Durante un tiempo, se mantiene la lógica capitalista de
atribuir los beneficios al capital.
9.
Sin embargo,
esta lógica tiende a romperse por dos vías:
A.
Porque la relevancia del trabajo
del empresario es mayor a medida que crece la empresa, pero no
proporcionalmente. La gestión del propietario de una empresa de 100.000
trabajadores no es mil veces más compleja que la del propietario de una empresa
de 100.
B.
Porque, como consecuencia de la
tendencia al incremento a largo plazo de la intensidad de capital, la proporción
del valor añadido sobre el capital tiende a reducirse. Y esto afecta tanto al
valor generado por los trabajadores asalariados como al generado por el trabajo
cualificado del empresario.
10. De esta forma, a muy largo plazo, la creciente intensidad de
capital sobre trabajo parece hacer cada vez más difícil de mantener esta contradicción.
El incentivo estrictamente financiero para invertir capital se va reduciendo y,
con él, el instrumento que parecía justificar que el empresario percibiera una
retribución superior a la que correspondería a su propia aportación de trabajo.
11. En el horizonte teórico de una “empresa sin trabajadores” pero con
un empresario que realizara al menos las funciones de administración o
representación, el mercado tendería a reconocer exclusivamente el valor añadido
generado por esta aportación de trabajo cualificada del empresario y, por lo
tanto, se generaría valor añadido suficiente para, una vez amortizada la
depreciación de los activos, retribuir al empresario como un trabajador autónomo
cualificado. Lógicamente, ningún inversor capitalista estaría dispuesto a
invertir en un proyecto cuyo resultado no genera beneficios, por lo que difícilmente
ese empresario alcanzaría por sí mismo una posición de “dueño” o titular en una
empresa de estas características, que debería haberse basado en algún tipo de
inversión pública o cooperativa.